martes, 8 de junio de 2010

LIMA ANTIGUA CIUDAD DE LOS REYES

LIMA ANTIGUA CIUDAD DE LOS REYES
POR PABLO PATRÓN

De Pablo Patrón se que nació EN 1855. Hiso estudios de medicina, graduándose de médico y cirujano en 1886, habiendo llegado a conquistar en su profesión un puesto apreciable. Pero en lo que más se distinguió fue en los estudios históricos, arqueológicos y filológicos. Espíritu de una gran amplitud, enriquecido por un caudal de conocimientos enorme y favorecido por una memoria privilegiada que obraba como una auxiliar eficaz de su portentosa erudición. Notable lingüista, no sólo conocía gramáticamente las más usuales lenguas vivas, sino que, llevado por las exigencias de sus estudios filológicos, estudió hasta donde era posible el sánscrito, copto, y súmero, además de las lenguas indígenas de América. Fue Patrón un verdadero sabio por la universalidad de sus conocimientos y la profundidad de los estudios a que consagró los años de su mayor pujanza mental. Era muy joven cuando escribió una crítica bibliográfica a la obra sobre el Perú del sabio italiano Raimondi, critica que asombró por la portentosa lectura que revelaba. No hay uno solo de sus libros y folletos posteriores que no sea exponente de una cultura excepcional. En 1905 fue a Alemania como delegado del Perú a un congreso de Americanistas. Basta ver la relación de sus más importantes obras para darse cuenta del significado que ellas tienen en el estudio de la arqueología y filología americanas: “El Perú Primitivo”, “La lluvia”, “Origen súmero del quechua y del aimara”, “Apuntes Históricos sobre la verruga de los conquistadores”, “Interpretación de los guacos”. Etc. El sabio Patrón murió en 1910.


En el mas central y extenso valle de la costa de Perú, bajo un cielo apacible y sereno en la ribera de Rímac, a dos leguas del mar y cerca de un pueblo de indios, francisco Pizarro, el ínclito conquistados del Imperio de los Incas, fundó con doce de sus esforzados compañeros, el 28 de enero de 1535, en nombre de la Santísima Trinidad, la población que no había podido establecer ni en San Gallán ni en Jauja, denominándola “Ciudad de los Reyes”, nombre que si bien fue dado más por motivos religiosos que en homenaje a los soberanos de Castilla, hoy,
Contemplado a la distancia de tres largas centurias, parece como una revelación profética de la grandeza á que había de llegar el futuro virreinato.
Lima, cuidad de hermosa planicie, cortada a manera de tablero de ajedrez por calles tirada a cordel, anchas, iguales y paralelas, situada en un fértil valle donde podía extenderse; cerrada, hacia el Norte, por el remate de los contrafuertes de la cordillera de los ande, esos cerros, colinas y lomos que en decreciente y variable elevación llega hasta su pie; bañada y abastecida de agua por el Rímac que, torrentoso en el verano y humilde riachuelo en el inverno dilata en caudal de sus aguas, al pasar por ella, en un abierto cauce sembrado de islotes pelados y pedregosos o cubiertos de juncos y vegetación ; favorecida por un cielo, aunque nublado, tranquilo, sin tempestades ni lluvias tropicales ; acariciada por las brisas del mar, que son su vida y su salud; con un clima templado delicioso, merced al cual goza de eterna primavera, de las incomparables mañanas de Abril y Mayo, de frescas tardes en el verano y de claras y poéticas noches de luna; lima estaba llamada, pues, a ser, por todas estas cualidades y su fácil comunicación con la Metrópoli, centro del comercio y de la riqueza de todo el territorio, capital de virreinato y , por ende, residencia de los representantes del Monarca y su obligada comitiva de servidores y empleados públicos, de la audiencia con su sequito de abogados, procuradores y escribanos, del Arzobispo, del Cabildo Eclesiástico, de las órdenes religiosas, de la Universidad y su claustro de doctores, de la Inquisición , de los nobles y acaudalados; Lima, en fin, con todos estos elementos de poder y fortuna, debía prosperar y encumbrarse, hasta llegar a ser, como fue , la primera ciudad del continente americano.
Comunicaba la ciudad un principio con el que fue primero arrabal y después barrio de San Lázaro, por un pobre y mal puente de madera, que el virrey Marqués de Cañete reemplazo por otro de cal y ladrillo; pero destruido por el rio en 1567, se hubo de pensar en otra obra más seria, llevada a cabo por el Marqués de Montes Claros, quien gasto, de 1607 a 1610, 700.000 pesos en la construcción del actual puente de arquería de piedras y columnas de cal y ladrillo, el cual estaba coronado, antes del terremoto del 1746, por un aéreo con dos vistosas torrecillas a cada lado en el centro la estatua ecuestre de Felipe V , trabajo en bronce , de Godínes, hecho en Lima por disposición del virrey Marques de Villagarcía.
De las treinta plazas más o menos grandes de Lima, ninguna como la fanegada de extensión, en cuyo centro estuvo la horca, hasta que el virrey Conde de Nieva la hizo trasladar al Martinete, habiendo sido el virrey Toledo quien, en 1572 coloco la primera pila por la cual, con gran regocijo público, corrió el agua, traída desde lejos por costosa cañería, el domingo 21 de Septiembre de 1578. Fue sustituida con ventaja de 1650 por la hermosa de cobre, 15 varas de altura, de toda conocida, y en cuya hechura invirtió 85.000 pesos el Conde de Salvatierra. En dos costados de la plaza empezó a construir el Conde de Nieva dos portales reedificados y hermoseados más tarde por el Conde de Monclova ; en uno de ellos estaban las tiendas de los comerciantes de pasamanería y se llama hasta el día de hoy de Botoneros ; en el otro , denominado de Escribanos , tenían estos sus oficinas junto con la cárcel de la ciudad y casas de Cabildo, donde el año de 1555 se colocó el primer reloj público que hubo en la ciudad y que, no obstante de haber costado 2.200 pesos de oro , se descompuso al cabo de muy poco tiempo. En otro de los lienzos de la plaza, en el sitio que ocuparon las casas del Marqués de Pizarro, se elevaba una portada de piedra y ladrillo, entrada principal del Palacio de los Virreyes : extenso edificio de un suelo de 33.856 varas de cuadradas, que con sus tejados y azoteas, sus grandes corredores y patios con jardines y pilas, contenían cómodamente en su interior los estrados y las salas de la Real Audiencia, la Cárcel de Corte, el Tribunal de Contadores Mayores, la Caja Real, la Sala de Armas, la Capilla Real, donde los oidores oían misa todos los días antes del despacho, y , por último, todas la piezas habitadas por el Virrey y su familia. Frente al portal de Escribanos se veía el espacioso Palacio Arzobispal y las hermosas ventanas de la sala del Cabildo Eclesiástico, de cuyas paredes pendían los retratos de los Arzobispos, y la cual tenía en su contorno una costosa sillería de caoba tapizada con baqueta de Moscovia bordada de seda y clavazón de bronce dorado, en ella sobresalía la silla episcopal con su gran dosel de terciopelo carmesí y su sevillancia de oro, delante de cuya silla y ocupando el centro de la sala, había una gran rica mesa de cedro cubierta por un paño de damasco.
La catedral, por donde comenzó Pizarro la fundación de la ciudad abriendo los cimientos por sus propias manos, fue un templo muy pequeño; la segunda, que sirvió hasta 1604, aunque más grande, era muy pobre, hecha de adobes y techada con esteras, la tercera, concluida el 19 de octubre de 1625, en noventa años de trabajo muchas veces interrumpido, y después de haberse gastado 594.000 peso, la destruyó al terremoto de 1746.
Este templo , todo de piedra y ladrillo, fabricado a imitación de la catedral de Sevilla, ostentaba exteriormente una monumental fachada de piedra de cantería con un escudo real y dos elevadas torres, en una de las cuales había un reloj del valor de 2.000 pesos ; deslumbraba con su riqueza interior y la suntuosidad con que todo el estaba vestido y alhajado; el altar mayor con su gran custodia de oro, obsequio que importo 30.000 pesos al Arzobispo Loaiza, y la imagen de la Virgen, regalo de Carlos V ; el coro, con sus setenta y cinco sillas de cedro, llenas de tallados y molduras, con sus estatuas de medio relieve y su gran facistol ; la sacristía con sus cajones de cedro y nogal , coronados por esculturas de los apóstoles talladas en la misma madera, y su gran espejo de marco de ébano; y las diez y nueve capillas con sus capellanías fundadas y dotadas por los conquistadores, los clérigos, las dignidades eclesiásticas y los nobles con cuantiosas rentas, llenas de reliquias y primorosas obras de arte, tales como los bustos de Santa Isabel y la Virgen mandadas por Felipe II, ya la imagen de Nuestra Señora de la Asunción a medio relieve en una lamina de plata guarnecida de ébano, donación del Arzobispo Lobo Guerrero, tasada en 2.000 ducados de oro, bastaban para atestiguar su majestad y magnificencia.
Como los muros exteriores del templo nada sufrieron por el terremoto y se pudo salvar las piedras de la fachada principal, se principió la obra con ahincó, pronto, en 1755, estuvo la catedral reedificada, tal como se conserva hasta hoy, salvo las torres, que fueron modificadas posteriormente.
Inútil parece hablar de lo que todos conocemos: del tabernáculo de plata del altar mayor, de la urna en que invirtió la universidad 4.200 pesos y las dos lámparas, de cerca de diez mil marcos de plata cada una, pertenecientes al altar de Nuestra Señora de la Antigua, y de las diez y seis capillas, herederas de las anteriores y tan bien tenidas como ellas.
Había, además 66 templos entre parroquias, conventos de religiosos, monasterios de monjas, beaterios, casas de ejercicios, capillas, etc. Lima, la ciudad piadosa por excelencia, tenía mas templos que paseos, que escuelas, en una palabra, eran más aquellos que todos los edificios públicos reunidos.
Merecen especial mención los de la Merced, Santo Domingo, San Francisco, San Agustín y San Pedro, tanto por su solidez, extensión, soberbias fachadas y demás condiciones arquitectónicas, cuanto por sus riquezas y particular esmero en el servicio divino.
El primero sobresalta por su altar mayor, admirable obra de arte, el arreglo de los cajones de su sacristía de 9.000 pesos de costo, y por sus regias alhajas, tales como una lámpara de más de mil marcos de plata, y en él una esfera de oro con un viso de perlas y otro de esmeraldas, de ingente valor.
En el segundo había que admirar el gran número de cuadros, lienzos y pinturas de sus paredes, el hermoso altar de la Virgen del Rosario con sus doce lámparas de plata y sus ricas andas de plata y ébano. El tercero, le mejor templo hasta hoy de la capital, es una soberbia basílica donde todo es digno de mención y alabanza: las bóvedas, el coro alto, las capillas, el pulpito, los altares, satisfaces al más exigente, y hasta en el exterior los dos templos de la Soledad y el Milagro que tiene a cada lado, le dan cierto aire de majestad y grandeza que verdaderamente impone. El cuarto, construido en 1573, y tan bueno como los anteriores, descollada por el altar mayor hecho con 30.000 ducados, la gran custodia de vara y media de alto y la mejor de todas, el célebre Santo de Burgos y su altar con veinte lámparas de plata, la fábrica de dos de sus altares en que se emplearon 100.000 pesos, los 23.000 que importo la sillería tallada de cedro del coro y por la venerada capilla de las reliquias. El quinto, como obra de los Jesuitas, aunque el ultimo levantado, competía con los enumerados : así lo prueban la fachada de tres puertas ( la tercera conseguida con sorpresa ), las sonoras campanas de sus torres, la media naranja más elevada que todas las otras, el altar de cedro tallado, de San Francisco Javier, la pesada reja de bronce del altar mayor traída de Italia, y que tanto llamaba la atención en esos tiempos, las riquezas de Nuestra Señora de la O, el techo de la sacristía con sus pinturas de la vida de San Ignacio, y por último, las reliquias que poseía, tales como el Santo Cristo que tuvo Don Juan de Austria en la batalla de Lepanto, y una espina de la corona del Salvador, engastada en un fino relicario, obra del artista platero Diego de la Torre.
A semejanza de las principales ciudades de la Península, y en armonía con el carácter de esos tiempos, abundaban en Lima los conventos, pues sin contar el hospicio de Nuestra Señora de Montserrat, cuatro beaterios y varis casas de ejercicios, había 35, todos extensos, cómodos, bien construidos, con agua propia y vistosas pilas. Distinguianse entre los 21 de religiosos, los grandes, tales como el de la Meced, con su gran escalera abovedada y hecha el esqueleto, sobre arquería ; el de Santo Domingo, cuyo primer claustro bajo adornado con las pinturas de la vida del patrón, tenía un friso de azulejos de estado y medio de altura; el de San Agustín, de esplendido refectorio con bóveda y gran ventanaje ; el de San Francisco, superior a todos, no solo por su gran extensión, merced a la calle de que astutamente se apropiaron los frailes en una noche y que pago por ellos el virrey Cañete, sino también por su sobresaliente fabrica, su gran estanque de piedra y cantería abierto por Pizarro y primero habido en la ciudad, por los techos artísticamente tallados, el claustro todo cubierto de azulejos valiosísimos por los santos y figuras que combinados representan, por sus 16 fuentes y 27 pilas, , el estupendo dombo, de su escalera principal, la casa de ejercicios, la enfermería y la escogida biblioteca ; en fin, el de los jesuitas donde había que ver , tanto la lujosa capilla de la O, de techo, “como una ascua de oro” , ornada de azulejos, numerosos lienzos, ricos altares y retablos, como la selecta biblioteca, el refectorio de techo de cedro tallado, y el anterrefectorio, en cuyo centro de elevaba una fuente de jaspe negro traída de Génova.
Los monasterios de monjas, con su población habitual de madres, novicias, donadas, mandaderas, criadas seglares y personas de piso que gozaban de puerta franca, eran, en realidad, unos pequeños pueblos; tanto aumentaron las enclaustradas, que llegó su número a 827 en la Encarnación, fundado en 1558 por la Portocarrero y la viuda de Girón; a 2.000 en la Concepción, establecido en 1573 por las Riveras; a 630 en Santa Clara, creado por los años de 1604 por Saldana y Santo Toribio; a 400 en Santa Catalina, instituido por Juan Robles hacia 1620 ; a mas de 400 y 140 en las Descalzas y Trinitarias, y así por este estilo en las Nazarenas, Capuchinas de Jesús María y Santa Rosa, etc.
Entre los edificios públicos de antaño, es imposible dejar en el tintero el tribunal de la Inquisición que, de frente al templo de la Merced, fue a dar a las casas de Nicolás de Rivera el mozo, sitas en una plazuela. Era lo primero, después del patio, por supuesto, la sala de despacho iluminada por dos ventanas, provista, además de tres sillones de terciopelo verde, de una mesa con faldones de la misma tela y flecos de seda, sobre la que había un Santo Cristo pequeño, un misal con cantoneras de plata y varios libros titulados “Orden de procesar”, “Índice expurgatorio”, “tratado del Santo Oficio”; frente a ella, en un dosel grande, también de terciopelo verde, un crucifijo de tamaño regular, cuta cabeza, movible por medio de una trampa, afirmaba o negaba a voluntad de los inquisidores, y el cual, en la coche, hora de actuación de Tribunal, estaba alumbrado por dos cirios verdes. Una de las piezas contiguas era el archivo de los procesos y de los libros prohibidos secuestrados; la otra , la “Cámara del secreto”, de ocho alhacenas con puertas, llenas de papeles y libros, tenía por mobiliario seis mesas con sus respectivas carpetas para el Inquisidor Fiscal y los secretarios; a mas de esto, numerosos cuadros en las paredes, y dos de ellos, una Virgen de Montserrat y un Santo Cristo, colocados, el primero, , en un dosel de damasco carmesí y amarillo ; el segundo en otro de hule pintado. Seguía la sala del tormento con sus repugnantes instrumentos de suplicio: torno y cepo, disciplinas de fierro y silicios de alambre con púas salientes, forrados en cuero y de diversos tamaños, para la cintura, los muslos, las piernas y los brazos ; garrucha y mordazas de caña y huesos humanos, grillos y argollas de pequeños pedazos de fierro para tormento de lagua o el de toca. Las prisiones para quebrantar los dedos y las manos, embudos y azumbres para el tormento del agua o el de toca. Las prisiones para los acusados de cuenta eren unas verdaderas mazmorras húmedas, obscuras y mortíferas: pero los calabozos de los otros encarcelados, aunque más chicos , no eran del todo incómodos ; junto a ellos caía la capilla con puerta a la plazuela y techo delicadamente tallado.
Hasta Octubre de 1540 se pago al cabildo un censo en gallinas, y desde esa fecha en dinero, por los terrenos que se adquirían en la ciudad para levantar las casas
De 80 pies de ancho y 160 le largo, las primitivas eran de feo aspecto, bajas y con techado de estera, y si las del arrabal de San Lázaro, del barrio del Cercado y de los otros suburbios conservaron casi todos, fuera de los techos, la misma apariencia, pronto adelantaron tanto los demás, cuanto era de esperarse del incremento y auge de tan pudiente capital. Trabajadas, aunque en parte de quincha, con materiales escogidos, especialmente el maderamen, según traza hábilmente ideada y compartida, y en un solar muy capaz para los habitadores, ventiladas, abundosas de agua, alegres, bañadas de luz y con ostentoso mueblaje, ya se puede calcular que apetecibles y deliciosas no serian aquellas casas cuyo alquiler anual variaba según fueran de 500 a 1.000 pesos.
En el frontispicio, entre la puerta baja, ancha y maciza de la cochera y una o varias ventanas voladizas, se hallaba la fachada de piedra o ladrillo , el zaguán tenia poyos e adobes, cuadros religiosos o profanos pintados en la paredes, un pescante del que colgaban un velón dentro de un fanal, un arco en cuya cara exterior se leía “Alabado sea Jesús “ o alguna otra inscripción de la laya, y el cual lo separaba del patio ; éste era grande, bien empedrado y con corredores ; en el fronterizo a la calle con barandaje y columnas de ladrillo o piedra traídas de Panamá por cien pesos cada una , estaba la puerta de la sala entre dos ventanas con rejas de vistosas labores y adornos dorados ; a esta pieza, sitio del estrado y la más lujosa de la casa, seguían por un costado los dormitorios y las recamaras, y de frente el comedor con ventanas al traspatio ; el cual con jardín en el centro, corredor, paredes con cuadros pintados, unido al patio por un callejón y en parte rodeado de viviendas, buen numero de ellas ocupadas por la servidumbre, la cocina, la despensa, el lavadero, tenía casi siempre un pozo de valor de 1.500 a 2.00 pesos ; y ya en el fondo de la casa estaban los corrales, la pesebrera y la gran huerta atravesados por una acequia cerrada por un fuerte rayo y en comunicación con las de las casas inmediatas. Las habitaciones recibían la luz y aire por altas “ventanas teatinas “ levantadas en el techo hacia el lado Sur, y las principales de aquellas comunicaban por manparas. Sobre el zaguán había generalmente otro suelo de uno o varis piezas con balcones voladizos y umbrosos a la calle, cerrados por celosías, que daban a Lima el aspecto de una ciudad morisca. Entre las casas nobles y de fortuna, sumaban doscientas las que tenían un cuarto destinado para el oratorio o altar portátil.
La población de la ciudad y de los fundos próximos a ella, creció hasta sesenta mil habitantes, de los cuales diez y ocho mil eran bancos, cinco mil indios, nueve mil negros y los demás de razas cruzadas : mestizos, zambos, mulatos, cuarterones, salta-atrás, chinos-cholos, etc. Los indios poco cometedores de crimines, caracterizados por su apatía, frialdad y desconfianza, trabajaban en las chacras y eran los alfareros y vendedores de los puestos de la plaza de abastos. Los de sangre africana, ardientes, amigos de hacer gala hasta de sus vicios y crímenes, intrépidos principalmente los mulatos, serviciales, a no ser algunos de esos y los zambos algo insolentes, todos se ocupaban en el cultivo de las chacras, en las faenas domesticas, eran muy aficionados a las bellas artes, muy en particular a la música; formaban los gremios de artesano que eran muy numerosos y muy buenos; y los más inteligentes se dedicaban a curar, siendo los médicos, cirujanos de todo el vecindario; y los esclavos gozaban para su condición de mucha libertad, y algunos días de la semana trabajaban un provecho suyo.
Los españoles-criollos y los mestizos, de ingenio vivo, buen natural , fácil palabra, eran despejados, despiertos y muy aficionados a las apariencias y al boato, componían en parte de nobleza casi toda residente aquí, y entre la que se contaba un duque y un grande de España, cuarenta y cinco condes, cincuenta y ocho marqueses, caballeros cruzados en las religiones militares, muchos ricos mayorazgos, muy bien emparentados que Vivian con un Fausto y boato desmedidos, gastando sus bienes de familia, los adquiridos por el comercio y la renta de sus empleos y encomiendas. Los abogados, casi todos blancos, a excepción de algunos indios, no en mayor numero, pero si mas estimados que los médicos y cirujanos, ganaban cuantiosos sumas, pues había peste de pleitos así en la capital como en todo el territorio. Los setenta discípulos de Hipocrates y Galeno que aquí Vivian y entre quienes no faltaba un que otra curanderas como la Elvira mencionada por Caviedes, gastaban patilla y pera, golilla, capa y bastón, muchas sortijas, dos relojes de bolsillo con sus respectivas cadenas de oro y mula o caballo con montura chapeada de plata.
En aquel entonces pululaban aquí, como en España, los freiles, y prueba de ello son, sin ir muy lejos, los dilatados conventos que ocupaban; ricos y regalones se daban buena vida, tenían vara alta entre todas las clases sociales y eren muy solicitados y bien recibidos en las casas , al extremo que no existía una sola donde no visitasen.
El vestido de los hombres, de cualquiera condición que fuesen, era de las más ricas telas entonces a la moda, comparativamente más consumidas en Lima que en otra parte. Camisa de finísimo encaje ó socortán, jaquetilla o valenciana generalmente de terciopelo con doble hilera de ojales y botones de hilo de oro o plata en el pecho y en las mangas; chupa de lampaso matizado de colores y con dos grandes bolsillos, calzones cortos de terciopelo más o menos ajustados con una charretera en la rodillas, de tres dedos de ancho de galón de oro con tres o cuatro botones del mismo metal ; medias de seda de color, zapatos de cuero, cordobán de lustre o terciopelo, casi siempre con doble suela y hebillas de oro ; pañuelo de abrigo en el cuello, de clarín bordado o de seda negra con finísimo encaje ; rica capa en el invierno de finísimo paño azul veintidoceno, segoviano o de Carcasona, y de tartanela o tiritaña en el verano ; gorro de olán, batista adornada con trencilla de Quito y encarrujado, que después se suprimo ; sombrero con toquilla de cinta de la China sujeta con una hebilla de oro ; varias tumbagas, un monda dientes y otro de oídos atado a un ojal de la chupa por una cadenita, reloj de bolsillo y tabaquera del peso de una libra, todo de oro, tales eren las prendas y alhajas de uso de los rumbosos limeños.
Pero mejoradas en tercio y quinto se llevaban y se llevaran siempre la palma las mujeres, así por su genio dócil, su agudeza incomparable y talento nativo, como por su encantador señorío y boca de risa, y más que todo por su tradicional belleza. La limeña, de mediana estatura, formas esculturales, fina, lozana, con una copiosa mata de cabellos negros y ondeados que le llega cuando menos al talle, trigueña, y si blanca, pálida ; de ojos negros y rasgados, vivos, venidos del cielo, de labios delicados y encendidos, dientes ebúrneos, menudos y parejos ; de manos mórbidas y con hoyuelos, de pies de reina, chiquitos y muy monos ; la limeña con todas estas gracia que tiene es un ángel, sea que se escuche el agradable metal de su voz, que se le vea hacer con primor toda clase de labores femeninas, que se la contemple recogida o en oración en el templo, ejercitando las obras de misericordia en los hospitales, alegre y engalanada con los arreos propios de su sexo en los paseos y en los teatros. En todas pares ella luce por su peculiar salero.
El vestido femenil que entonces privaba era tan costos y recargado de joyas que los de muchas señoras valían 40.000 pesos y más de dos mil los de algunas mujeres de la plebe. Calzaban chapines de suela pequeña y delgada , plantilla de cordobán y virillas de piedras preciosas o hebillas de diamantes, y eran tan endebles y rompederos que las de pocos posibles, no pudiendo renovarlos con la frecuencia debida, llevaban consigo a precaución, útiles de costura para zurcirlos en los zaguanes y aun en los templos ; vestían las piernas de unas medias de seda muy delgadas, blancas o de color carne, rara vez bordadas, prefiriendo siempre las llamadas de la banda, cuyo de seis pesos solía subir hasta treinta ; y lo cual no era parte a aminorar el consumo, pues ni las sirvientas se las ponían lavadas. Las ataban con ligas, también de seda, y de cabos bordados de oro y plata. La ropa interior constaba de dos piezas de los más escogidos lienzos: de una camisa, por la que se pagaba hasta mil pesos, generalmente escotada, pero con mangas de dos y media varas de largo y dos de vuelo de encajes de Flandes ó de Quito de diferentes dibujos; y de un “fustán” con un ruedo de lo mismo, que bajaba hasta el tobillo. Sobre esas enaguas caía, hasta media pierna, el faldellín, hecho con diez y seis varas de terciopelo, tisú, espolín, etc., y otras tantas de aforro de embutido y ballena, en forma de tonelete o ahuecador de campana abierto adelante o a los costados que se cerraba plegándolo más o menos por fuertes ganchos y el cual estaba guarnecido por franjas, encajes y cintas. Se daba por uno trescientos sesenta pesos, incluyendo los diez de la hechura. Encima venia una falda de encajes finísimos o de gorgorán, o de altibajo o de alguna otra tela de seda; o si no una saya toda de pliegues menudos y en la que entraban veinte varas de forro y cuarenta de tela, tal como la anafaya, la saya de reina y la inglesa, etc., adornadas con canutillo. Cubrían el pecho y los brazos con un jubón cuyas largas mangas de encaje de cambray o clarín y de forma circular las arremangaban hacia los hombros y por encima de ellas hacían lo mismo con las de la camisa y todas las prendían por medio de cintas arriba y atrás formando en la espalda unas como cuatro alas que descendían hasta la cintura. Se rebozaban en verano con un paño largo de lienzo fino con muchos encajes iguales a los ya indicados, y en invierno con una bayeta llana obscura, ya con sobrepuestos análogos a los del faldellín, ya con franjas o tiras de terciopelo negro de casi una tercia de ancho.
Este manto. Que amagaba taparlo todo, y sólo una vista dejaba descubierta, lo cogían cerrándolo con una mano llena de ricas tumbagas, y en la cual llevaban un pañuelo de batista bordado. Se emperejilaban con carísimos aderezos, sortijas y cintillos de perlas y brillantes ; soplillos de puntas de Flandes y de plumas, con polisones, o sea bolitas de seda cuajadas de diamantes ; con rosarios de perlas mayores que una avellana ; y con una joya redonda grande esmaltada de brillantes que por medio de un cinto, cuyo era el nombre de esta pieza, se ponían sobre el vientre. “El cabello lo recogían y ataban en la parte posterior de la cabeza dividiéndolo en seis trenzas que ocupaban todo su ancho : después atravesaban una aguja de oro algo curva, que se llamaba “polisón”, o daban este nombre a dos botones de diamantes como pequeñas nueces que tenía en los extremos, iban colgando las trenzas en él, de modo que el doblez cayese a la altura del hombro, haciendo la figura de aros chatos ; y así lo dejaban sin cinta, ni otra cosa para que se ostentase mejor su hermosura. En la parte anterior y superior se colocaban varios tembleques de diamantes, y con el mismo cabello hacían unos pequeños rizos que siguiendo su ceja encaracolados, bajaban de la parte superior de las sienes, hasta la medianía de las orejas, como que salían naturalmente del ismo pelo ; y se pegaban en las sienes unos parches algo grandes de terciopelo negro, cosa que mucho les agraciaba. Sumamente pulcras, mantenían los dientes siempre limpios, llevando en la boca un limpión ; era éste un rollito de tabaco de cuatro pulgadas de largo y nueve líneas de ancho, envuelto con hilo de pita muy blanco, el que destorcían a medida que se iba gastando el tabaco. Con el mismo objeto mascaban raíces aromáticas, y en especial la de lirio de Florencia.
El vestido descrito era el corriente; pero acostumbraban salir a veces de noche con sombreros bordados de oro y plata, y el Jueves Santo con basquiña de cola. Siempre trascendían, pues, aparte de sus ropas que guardadas entre flores odoríferas so impregnaban de su olor y de cargadas en el seno y de adorno en la cabeza dando la preferencia a la flor del chirimoyo, los azahares, los aromos, etc., usaban mucho el ámbar, al punto de ponérselo detrás de las orejas y en otras partes del cuerpo.
Los monarcas de Castilla, doña Juana y su hijo Carlos V de Alemania, aprobaron en 3 de Noviembre de 1536, la fundación de la ciudad ; en 7 de Diciembre de 1537, le dieron un escudo con las iníciales de sus nombres, y creado por real cédula de 1.° de Marzo de 1548 el virreinato, fue declarada capital.
El Virrey, regiamente recibido bajo palio a su llegada, presidente de la junta superior de la real hacienda, formada en 1784, del tribunal mayor de cuentas, que despachada desde 1607, y de la junta de temporalidades de los bienes de los jesuitas, organizada en 1770, superintendente y delegado general del estanco de tabaco, con un sueldo de 60.000 pesos, pagaderos en cuatrimestres de á 20.000 pesos, gobernada por real cédula “sin limitación ni restricción alguna”, haciendo y proveyendo todo lo que el Rey hubiera podido hacer y proveer por su persona en los territorios de las audiencias de Lima, Panamá, Chuquisaca y Chile : así repartía mitayos, daba, menos diez y siete de que disponía Su Majestad, corregimientos y gobernaciones de 600ª 1.600 ducados de producto líquido, treinta y mas administraciones de bienes de indios con más de 1.000 ducados de emolumentos, encomiendas de 20.000 á 100.000 pesos por dos vidas y becas en los colegios reales ; nombrada, según la terna propuesta por los prelados, á los curas de indios, los soldados y jefes de las compañías, los visitadores de las reales cajas, cuarenta y siete oficiales reales con un salario de 300 a 400 ducados, y veinte protectores de indios que percibían de 300 a 600 ducados ; concedía mercedes de solares, descubrimientos y conquistas, etc., estampaba el sello real en sus despachos y providencias, y llevaba guardia de honor y guion por donde quiera que fuese.